jueves, 11 de octubre de 2012

La Medicina Inconfortable

Se preguntaba sin cesar, “¿Por qué mi corazón será tan dócil?” Cumplía con una premisa necesaria: mientras más heridas recibía menos se negaba a volverse a enamorar. Aunque muchos lo tildaban de caprichoso él bien se conocía, sabía sin dudarlo que esa intensidad de sentir era la misma que lo mantenía vivo día a día. En un momento de su pasado, cuando vivir en un mundo que estaba hecho para sus semejantes opuestos, se dio cuenta que esa intensidad debía ser drenada si deseaba encajar en aquel sistema que jamás le interesó, así que encontró su propia vía de escape, la pintura. En ella podía expresar sin temor lo que pensaba, sin temor a repercusiones insolentes, sin tabúes imbéciles; no era nada improbable, al final, fue la única forma en la que su alma pudo sentirse feliz. 

No tenía más musa que su creatividad, no poseía más amigos que si mismo, de allí provenía el gran valor que le daba a la amistad. Era un trabajo arduo, donde la soledad de un lienzo y un pincel debían expresar cosas jamás pensadas, pero como él era su mejor amigo, como era su mejor medio de diversión, lo hacía con la mayor de las felicidades, sin importar jamás que pensaran los demás; por lo tanto razonablemente dedujo: “idiota es aquel que juzga sin ser capaz de juzgarse a sí mismo”. Pero aunque no creyese en el destino, este siempre utilizaba artimañas para mostrarle que su presencia allí estaba; para él era una guerra existencial, disfrutaba imaginarse que el destino era una persona cualquiera, a la cual podía decirle mientras la miraba a los ojos que su existencia, no era más que la creación de aquellos que necesitan algo o alguien a quien echarle la culpa por sus decisiones erróneamente tomadas. 

Se encontraba en su zona segura, de ella no deseaba salir, en ella podía pintar, charlar con sí mismo, obtener uno que otro amigo hipócrita, y tener sexo de fin de semana con una novia con la cual sólo podía compartir una sonrisa, porque a pesar de haber aprendido a amarla, en su subconsciente hipócritamente ocultaba la espina de la incompatibilidad, esa que se había encargado de hacer un gran daño a su musa. Así que, luego de un tiempo de caer en la rutina invariable de su zona segura, por más que lo intentaba no podía pintar; sólo pinturas mediocres y carentes de profundidad eran expresadas por su pincel, ya que le había llegado el momento de su cambio, su esencia a gritos se lo pedía. ¿Para qué dejar su espacio seguro?, bien sabía que era lo único que a su vida le había llegado sin hacer un mínimo esfuerzo, lo comparaba como a una persona que se gana el premio gordo de la lotería y renuncia a ello sin motivo; era estúpido, pero tal vez debía serlo ya que estaba cansado de observar todo aquello que lo hacía medianamente feliz. 

Así que dibujó su última pintura, por lo menos conocida, con toda su creatividad activada, con todas sus fuerzas puestas en ella, utilizando como un impulso adicional su rabia tajante y su inconformismo imprudente para diseñarla. Era hermosa, una verdadera obra maestra sin defecto, la más perfecta jamás conocida; pero como era de esperarse de aquel individuo, luego de admirarla y reconocerla como su obra maestra, volvió a admirarla mientras en el fuego se disolvía; ese que el mismo había ocasionado. No estaba dispuesto a que nadie criticara su mejor creación, que seguramente un mediocre que sólo servía para observar destruyera con la peor de las armas, una palabra, todo aquello que lo llegó a representar. 

Aunque lloró mentalmente de forma inconsolable no había vuelta atrás en su decisión, era el momento de dar fin a su zona de seguridad. Así que, sin despedirse de nadie, ni de sus amigos, ni de su desahogo sexual, tomó el morral más deteriorado que tenia, ya que este era el único que podía representarlo en ese momento, y lo lleno con unas pertenencias bien seleccionadas, tomó el dinero justamente necesario para llegar a su destino, su pasaporte y fue al aeropuerto, compró un boleto a la primera ciudad a la cual no necesitara visa, y se fue con una sonrisa, porque de nuevo sentía a su corazón en su pecho, sentía haber resucitado. Y allá en una ciudad desconocida, llena de desconocidos con un idioma jamás escuchado para sus oídos, pudo sentirse libre de nuevo, porque aunque no tenía ningún tipo de comodidad material, podía sonreír felizmente; le había ganado su dilema al destino. 

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